Se acerca el 1 de noviembre y con él una de las tradiciones que más me han asombrado desde siempre: la visita a los cementerios. He intentado en reiteradas ocasiones comprender cuál es la finalidad de este acto y todavía, a pesar de los años, no he llegado a una clara conclusión. Quizás para ustedes no sea ésta una tarea complicada, pero yo aún no he podido escoger entre una sola hipótesis de las que manejo.
La explicación más extendida sobre este ritual radica en que estamos ante un día destinado a recordar a nuestros seres queridos que han fallecido. Pero entonces salen a la luz las siguientes preguntas: ¿se puede decidir sobre los recuerdos? Es decir, ¿se puede planear cuando vamos, y cando no, a evocar hechos pasados?
Planteadas estas cuestiones, la respuesta más lógica (la negativa) parece no tener cabida si queremos justificar la existencia del Día de Todos los Santos: una jornada que dedicamos a rememorar a los que ya no están. Pero entonces, lo que a priori parece un acto de honra al fallecido se presenta más como una necesidad de manifestar públicamente nuestro “apego” (en caso de que exista) a los difuntos. Y es ahí cuando entran en juego aspectos tan superficiales como la ornamentación floral de las tumbas que, en la mayoría de los casos, acaba derivando en absurdas (pero no por eso menos concurridas) competiciones. Surge entonces una nueva manifestación artística del homo sapiens: los cementerios rococó.
Lo que en principio debiera ser una jornada, triste, íntima y reflexiva (por el fin de la existencia de un ser querido) se convierte en una exhibición más de nuestro poder adquisitivo. Si la moral levantara la cabeza…
LA MUERTE NO EXISTE
Y cuando estoy a punto de resignarme a aceptar el comportamiento, un tanto hipócrita, de este día de “duelo” colectivo, me encuentro con la autobiografía de la psiquiatra Elisabeth-Kübler-Roos, La rueda de la vida (por cierto, lectura más que recomendada), que afirma que la muerte, entendida como un fin, no existe; pues es el comienzo de la paz verdadera. Y lo más asombroso del tema es que dice hablar desde la propia experiencia (pues ha visto “EL DESPUÉS”). Si es que aún vamos a tener que festejar cada una de las muertes…
Ahora, la confusión es absoluta. Difuntos: ¿día de introspección o exteriorización, honra o exhibicionismo, duelo o festejo?
Incógnita.
Ante la imposibilidad de despejarla opto por la poesía. Abro las páginas de A mi madre, libro elegíaco de Rosalía de Castro, escrito tras la muerte de su progenitora, y leo:
" ¡Cuán tristes pasan los días!...
¡cuán breves... cuán largos son!...
Cómo van unos despacio,
y otros con paso veloz...
Mas siempre cual vaga sombra
atropellándose en pos,
ninguno de cuantos fueron,
un débil rastro dejó.
¡Cuán negras las nubes pasan,
cuán turbio se ha vuelto el sol!
¡Era un tiempo tan hermoso!...
Mas ese tiempo pasó.
Hoy, como pálida luna
ni da vida ni calor,
ni presta aliento a las flores,
ni alegría al corazón.
¡Cuán triste se ha vuelto el mundo!
¡Ah!, por do quiera que voy
sólo amarguras contemplo,
que infunden negro pavor,
sólo llantos y gemidos
que no encuentran compasión...
¡Qué triste se ha vuelto el mundo!
¡Qué triste le encuentro yo!...